He abierto los ojos porque algo me molestaba. Es un punto de luz que sale de una rendija de la pared. Un sol diminuto. Me acerco, lo miro de lado y se vislumbra el polvo que gravita: Pequeñas manchas sobre la claridad.  Sin perder la vista por este  paisaje insólito me siento apretando mis piernas sobre mi pecho. Entrelazando los brazos por debajo de las rodillas. Y permanezco largo rato. Mi mano se acerca al haz y abierta gravita  también, como un pájaro herido absorbe el alimento, la claridad. Allí está  empujando y relajándose. Jugando a tener alas, volando despacio, girando, convulsionando sus dedos. Y al traspasar el rayo sobre la palma de la mano, se vuelve de un color rojizo perfecto. Y sus arrugas como ríos agrietados que se esparcen cobran protagonismo. “Mama me decía mi niño, que manos tan arrugadas tienes” y yo lo miraba en su sonrisa y en su verdad. Las manos de mi niño eran dulces y pequeñas como palomas. Yo las atrapaba formando un nido y  las levantaba hacia mis labios para  besarlas.  Era un gesto tremendamente silencioso y en él  había siempre una plegaría para su bienestar y el mío. Eran sus manos vulnerables y sensibles como su ternura…     Se acerca a mi pecho poderosamente  un fino dolor. Entre la luz y la memoria hay un espacio tan diminuto. Y además duele. Vuelvo la vista y me acerco a la pared. Detrás del rayo hay una rendija, casi un agujero.  Allá tan lejos esta todo y no hay nada.   Observo  con desesperación  que allí tampoco hay nada. Nada. Yo y mi cuerpo como carne inútil, mi mano y mis recuerdos moribundos.